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La única victoria posible es perder

Invasión (Ídem, Argentina, 120’, 1969). Dirección: Hugo Santiago. Guion: Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Hugo Santiago. Fotografía: Ricardo Aronovich. Intérpretes: Olga Zubarry, Lautaro Murúa, Juan Carlos Paz, Roberto Villanueva, Martín Adjemián.

Por Nicolás Di Cataldo


Algunas películas parecen desarrollarse en un espacio ajeno, un tiempo suspendido donde las reglas que gobiernan su mundo son extrañas, pero al mismo tiempo nos parecen cercanas. Invasión es una de esas historias que, aunque sucede en un Buenos Aires reconocible, presenta una realidad que se siente distinta. Este film no es solo un ejercicio de estilo y narrativa, sino más bien una profunda reflexión sobre la resistencia humana frente a lo inevitable... Una lucha sin fin que, en muchos sentidos, resuena en la historia política y social de la Argentina.


La trama parece, desde la superficie, sencilla: un grupo de hombres y mujeres en la ciudad ficticia de Aquilea se enfrenta a una invasión foránea que parece imparable. Aunque no se especifica de dónde vienen los invasores ni qué buscan exactamente, una pequeña resistencia, guiada por un anciano, trata de impedirlo en una lucha desigual.



Así comienza esta película que poco a poco avanza entre la planificación de ataques, el seguimiento de movimientos sospechosos y enfrentamientos que parecen predestinados a fracasar. Pero lo que hace que este largometraje sobresalga es su trasfondo filosófico y metafísico que la atraviesa, como si cada plano fuese una pista que nos acerca a una reflexión más amplia sobre la condición humana, nuestro entendimiento como espectadores y seres pensantes.


Porque Invasión es, ante todo, una película sobre la tenacidad. Una resistencia que es al mismo tiempo imprescindible. Los personajes saben que su lucha está condenada al fracaso, pero la llevan a cabo de todos modos, con una especie de fatalismo casi indiferente, que termina evocando a los cuentos de Borges, uno de los autores detrás del guion. Como en tantas historias borgeanas, el tiempo parece no tener un principio ni un fin claros, y los personajes se mueven como peones en un tablero cuyo diseño final desconocen. Lo fascinante se desenvuelve en cómo su director, Hugo Santiago, a través de un uso magistral de la cámara y la puesta en escena, logra transmitir esa sensación de un tiempo circular y un destino inevitable. Las calles de Aquilea, con sus grandes avenidas vacías y sus plazas desoladas, se convierten en un laberinto donde la resistencia se repite una y otra vez, siempre con el mismo resultado: la derrota.



La fotografía es clave para construir este universo tan particular. Sus encuadres largos y precisos nos muestran una ciudad en constante estado de vigilancia, donde los personajes parecen diminutos y perdidos, pequeños ante una fuerza mayor. La luz es tenue, y muchas de las escenas transcurren en la penumbra o bajo una iluminación dura, casi expresionista. Este uso de la luz y la sombra refuerza la idea de que Aquilea es una ciudad bajo asedio, donde la claridad es un lujo raro en esos días, donde la incertidumbre prevalece.


Uno de los aspectos más intrigantes de Invasión es que nunca nos explica del todo quiénes son los invasores o por qué han llegado. Este vacío en la información no es un descuido, sino una decisión consciente del guion. Al no dar respuestas claras, Borges, Bioy Casares y Santiago nos invitan a reflexionar sobre la naturaleza de los opresores en un sentido más abstracto. ¿Son los invasores una metáfora del poder político, de la dictadura, de una amenaza externa siempre presente pero nunca completamente comprensible? Las interpretaciones hacia el espectador, quien debe estar activo recibiendo las señales, son muchas, pero todas apuntan a la misma esencia: la eterna lucha del ser humano por conservar lo que tiene, a pesar de saber que, en última instancia, todo está destinado a desaparecer.



Las actuaciones, aunque deliberadamente contenidas, también contribuyen a la atmósfera enrarecida de la película. Lautaro Murúa, como Don Porfirio, encarna la figura del líder sacrificado, un hombre que sabe que no ganará, pero que tampoco se rendirá. Su relación con los otros personajes es distante, casi fría, lo que refuerza la sensación de que todos están cumpliendo un papel en un drama cósmico más grande que ellos mismos. El personaje de Irene introduce un elemento de humanidad y fragilidad en medio de tanta rigidez, pero incluso ella parece atrapada en la lógica implacable de Aquilea y su resistencia.


El uso del sonido también es para remarcar. La ciudad parece vacía y silenciosa la mayor parte del tiempo, salvo por el ruido distante de los autos y el eco de los pasos. Este silencio se rompe ocasionalmente por la música, que, aunque escasa, aparece en momentos clave para subrayar el estado emocional de los personajes o para generar un contraste irónico con la acción que estamos viendo. Esta combinación de sonido y silencio refuerza la idea de que la ciudad está a punto de caer, pero también de que los personajes son capaces de encontrar momentos de paz incluso en medio del caos.



Invasión es una película que, como el mejor cine de autor, no busca darnos todas las respuestas. Nos desafía a aceptar la incertidumbre, la ambigüedad, y a encontrar significado en los gestos más pequeños, en las palabras no dichas, en los silencios entre disparos. Tal como en los cuentos de Borges, la trama es solo una excusa para explorar cuestiones más profundas: el destino, la lucha eterna, el ciclo de la historia y la imposibilidad de escapar del propio destino.


Y es en ese preciso instante, cuando la ciudad queda desierta y las sombras de los combatientes se desvanecen, que comprendemos la verdadera esencia del film. No se trata de ganar ni de perder, sino de resistir. Porque, al fin y al cabo, en esa batalla infinita, lo único que sobrevive es la voluntad de resistir frente a lo inevitable: la única victoria posible es perder.



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