Una cronología escrita años atrás y que no merece seguir escondida en un archivo.
1.
Teníamos suerte de estar vivos.
La dulce espera al fin había terminado. Y allí estábamos, viajando por el tiempo, hacia algo curioso y en cierta forma, decepcionante. Cuando uno apuesta a tanto, muchas veces se queda corto ante lo maravilloso. El problema no es más que nosotros mismos. Pero, aun así, no puedo quejarme. Veintitrés años de historia nos esperaban, en menos de un día y medio. Veintitrés años que se esfumarían en tres horas. El tiempo es relativo, dicen. Me parece que hay un error. El tiempo es lo que yo quiero que sea. Y este viaje estuvo bien. Muy bien.
2.
Digamos que me quedé sentado, y esperé a que los kilómetros terminaran. A mí me fue bien. Pude dormir. A él no tanto.
Cuestión de hábitos, pensé. Ya tengo rutina. Perder o encontrar minutos debajo del asiento, entre la humedad de mi pantalón, mientras las ruedas giran y giran. Uno se acostumbra a estar así. Creído o no, a mí me fue bien.
3.
Yo sabía que la gente era asquerosa, pero no tanto. El méndigo pasaba, como podía, y dejaba a cada uno de los pasajeros una estampilla. Salvación por un billete. Lo de siempre. Aunque el problema no estaba en eso, sino en cómo la gente reaccionaba. No reaccionaba. Simplemente se quedaban quietos, mirando el piso, haciéndose los dormidos y sin siquiera rozar con sus manos a aquel santo del trabajo. Si tocás, pagás. El casi muerto daba la vuelta, y sólo veía un billete que se elevaba de forma tímida y hasta avergonzante por el subte.
Caso raro este tipo de transporte: se mueve, pero no tanto como para acordarte que estas en uno de esos. Yo me distraía y me llevaba. Cuando observé, el méndigo ya no estaba.
A ninguno de los que viajábamos parado nos dio una estampita. El fracaso ante la negativa nos domina a todos sin distinción.
-Creo que sé por qué son así
Yo lo miré.
-Ya están acostumbrados al rechazo.
No pude responderle nada. Asentí en silencio, para mí.
4.
No hemos comido y tenemos las piernas molidas. No hay esperanza en la luz directa del sol. Todo lo que nos queda es juntarnos en la sombra y esperar. La gente del otro lado de la valla es tonta. Dan vueltas, discuten, no saben qué hacer. Creen tener seguridad sobre algo que en unas horas se les descontrolará...
¿Por qué vamos con remeras de la banda en cuestión o de otras bandas musicales a un concierto? ¿Qué sería de nuestra dignidad si hiciéramos lo mismo para ir a la verdulería, el telo o la farmacia?
Me merezco la espera y cargos a la falta de empatía.
5.
Si lo más interesante de estos escritos fuera el recital y no todo lo que sucedió alrededor, este no sería el quinto relato. Creo que ya lo entendieron. Puedo pasar a lo que sigue.
6.
Salimos adoloridos. Tengo hambre, sueño y también tengo ganas de volver a entrar. No puedo ser más específico que eso.
Por suerte nos buscan. En el trayecto de casi una hora me dedico a semi dormirme, mirar las veredas sin nadie y fantasear con qué pasaría si en un semáforo en rojo vienen un par de tipos armados y nos quieren hacer bajar del auto. También escucho, lo justo y necesario, para no quedar irrespetuosamente descolgado de sus habladurías.
A pesar de que cenamos en el estadio no nos viene mal volver a cenar. Tomamos cerveza alemana, de esas que venden en el súper. No es lo mejor de mi vida, pero se deja saborear.
Las historias que cuenta ese familiar son increíbles.
El tango.
Partidos de ping pong.
El tachero que juega al ping pong y que además baila.
Y que además de bailar, algunas mujeres le pagan para que bailen con él en determinados eventos.
El cine y un director que vivía en el extranjero y que ahora vive acá y que le dice a un amigo en común que lo invite a un asado.
La literatura y su relación con el tango.
Ese tema tanguero que no encontraba desde hace años y que por casualidad encontró.
La escritura del blog con todos esos datos musicales hiper exactos y hasta desconocidos.
Estoy fascinado, pero es demasiado. Caigo rendido a la cama.
7.
Al otro día me encontré con una ciudad particular. Esperábamos el micro y el calor era insoportable. Pero también era divertido. Veíamos pasar camiones, micros y todo tipo de vehículos pesados por esa calle angosta y raquítica. Pasaban caminando marginados y junto a ellos miles de perros, que en realidad no eran más que cinco que se revoloteaban y gruñían y se peleaban entre sí y nos hacían creer que todo eso no era verdad, era invisible ante ellos mismos. No había respiro. Un camión salía de un garaje, se estacionaba en media fila, el conductor se bajaba, hablaba con otro camionero que estaba un poquito mejor estacionado que él, se volvía a subir al camión, se estacionaba un poco más adelante, esperaba un rato, hacía marcha atrás hacia el comienzo de la calle y se desaparecía en alguna cochera sofocada del calor de motores ardientes. No había tiempo para la contemplación, porque todo iba y venía y las cosas se me escapaban de los ojos y se reemplazaban por otras. Y aun así todo era paz, no había bocinas, no había gritos, no existía conflicto. Era un desorden hermoso. Y nos incluían allí, y nos aceptaban.
Nos tomamos el micro. De vuelta a la realidad.
8.
De todas las caminatas que realizamos puedo decir que realmente Buenos Aires es una ciudad de furia. Entiéndase furia como cualquier cosa que al verla uno denota que la misma desea expandirse, cueste lo que cueste.
9.
La escena era tan surreal que me la creía. Tres personas, sentadas en tres bancos distintos que conformaban un semicírculo en un pequeño parque de descanso, a la entrada de un edificio de la policía. Cada una con su pose: el señor gordo de la derecha leía un diario; la señora flaca y arrugada del centro que comía y fumaba con delicadeza; el anciano laburante que dormía con los brazos cruzados, encorvado hacia abajo. Cada uno se deslizaba con una esencia tan propia que el encuadre renacentista, con viento y hojas moviéndose, se completaba con mi asombro.
No podía parar de verlos. Empecé a comer mi sánguche de milanesa. Se me cayó en el banco. Todo sucio. Las palomas miraban. Lo recogí y seguí comiendo.
Estaba tranquilo, para no irse de ahí. Molestábamos a las palomas. Miré a los tres bancos. La señora se había ido. El que leía me miró. El que dormía ahora llenaba unos papeles. Se esfumó, debía aceptarlo…
-¿Tenés arroz? Cosa que lo coman y se les explote el estómago.
Lo miré.
-No, no tengo. ¿Acaso tengo cara de dietética tibetana?
-¿Por qué una dietética?
-Porque tendría distintos tipos de arroz. Y agarraría y les tiraría todos los tipos de arroz que tengo, hasta que les guste alguno.
-¿Y por qué tibetana?
-Porque los tibetanos comen arroz. Es lo que más comen.
Nos reímos. Le digo:
-¿Contento?
-No.
10.
La cerveza estaba helada. Estábamos al lado del Obelisco. Afuera la gente iba y venía. Mucha gente. Muchos pañuelos verdes. Las mujeres marchaban. Adentro nos habían servido papitas. Comía para que el porrón no estuviera sólo en mi panza, pero no tantas como para que no me diera mucha sed. La cerveza estaba helada, pero era carísima. Se terminó y el tiempo no nos ayudaba: nos sobraban horas. Pedimos otra. Yo filmé un pequeño plano de la gente de afuera. Entre todos, uno pasó con un colchón.
Un chiquito méndigo pasaba por cada mesa, tratando de obtener lo que fuera. Los mozos no podían sacarlo, pero en cierta manera lo acorralaban a la salida. El chico manotea de forma engañosa una pinza para agarrar hielo. Un cliente, viejo y con lentes oscuros, se la saca. Otro viejo le da la gaseosa que estaba tomando. El niño comienza a tomarla hasta que sale del bar. Casi en la salida, unas gotas de la bebida se le caen al piso. Inmediatamente un mozo pasa un trapeador por toda la zona. La exageración de la clase media.
Vimos muchas cosas. Estábamos agotados. Y ya no había nada que conversar.
11.
El micro debió someterse a nuestras carcajadas hasta las lágrimas durante varios minutos. Una gaseosa asquerosa y tan barata que nos sacaba la poca dignidad que teníamos. Lima limón. Y encima light. Sacamos la conclusión de que si hubiese sido común en realidad nos hubiese costado menos. No podía terminar de llorar mientras reía.
12.
No soy de sacar muchas fotos y creo que nunca lo seré. Para mí el atractivo consiste en el movimiento, por ende, aunque se diga que lo estático solo se de en las malas fotografías, mi pasión es cuando las cosas realmente se mueven. Y yo las sigo.
No saqué muchas fotos. Insistí con el mismo punto, lo que quería mostrar, pero cambié el encuadre hasta que me agradara. Hasta que la foto se deformara. Hasta que se viera muy poco la primera idea, la más floja. Saqué todas las opciones que pude, y a diferencia de muchas veces, me quedé con la última: aquella que me resultaba desagradable.
13.
Las vueltas son vueltas porque te dejan de nuevo en la rutina. No deberían ser malas. Mucho menos buenas. Las vueltas llegan de vuelta al principio porque ahí nos buscamos para salir nuevamente y creernos que no vamos a volver jamás.
Pero siempre nos mentimos y cuando quise saber, ya estaba de vuelta en Mendoza, recordando el viaje y recordando el show. Se me habían ido de las manos. Como siempre.
Así que me limité a hacer lo que mejor me salió desde que me recuerdo: escribir y dejar atrás. Sí, duele. Ya volveremos a salir todos juntos de esta. De eso no hay dudas.