Muchas veces no sé cómo llego a determinadas películas. Algo raro pasa en el medio. Pero para esta en particular si sé esa respuesta. Y, aunque la explicación quede levitando en un aire de misticismo, sepan que “París, Texas” (1984) fue una coincidencia. Una muy grata coincidencia.
Antes de empezar, quiero decir que no es mi intención realizar una crítica “especializada” de la película, hablando (por lo menos no tanto) de aspectos técnicos tales como la fotografía, el sonido, el montaje, etc. Al final, es cierto que una buena película es el resultado de todas estas cosas, pero personalmente creo que lo principal gira en torno a lo que un relato, por más simple que sea, puede ofrecernos, desbalanceando lo que tenemos dentro. Por supuesto que no vamos a pedirle esto a las producciones de Marvel, son mundos distintos y cada uno vende lo suyo. Pero en estas películas uno huele que por ahí debe haber algo más. Un mensaje. Una sensación.
Y es que “París, Texas” me ofreció, casi sin querer, sin siquiera saber exactamente sobre qué iba la cosa, una historia de esas que andaba buscando: un drama con los pies en la tierra que no fantasea sobre lo desconocido, sino que se dirige a eso que en realidad todos conocemos. Eso que está ahí, tomemos la decisión de verlo o ignorarlo.
Una de las pocas cosas que noté (al descubrir que el film estaba en Netflix) es que su duración era de dos horas y media… y tal vez se hiciera un poco larga. Pero nada más lejos de la realidad.
Los primeros veinte minutos son atrapantes. Sin necesidad de extensos diálogos o voces en off, el film te engancha y te mete de lleno en ese mundo árido, silencioso, desconectado. Por aquel entonces, me di cuenta de que la película sería cualquier cosa, menos larga.
Los minutos pasaban y yo iba conociendo a esas personas, tratando de entender sus problemas, dejándome llevar por lo que estaba ocurriendo. Quiero destacar nuevamente, que no es una película donde imperen explosiones, acción desenfrenada o giros bruscos en el guión. Todo lo que allí acontece va fluyendo: está impulsado por lo que pasó y lo que puede llegar a pasar.
Una incertidumbre (que la única palabra que se me ocurre para describirla es “agradable”) predomina en sus ciento ochenta minutos. En algunos momentos llega a ser irritante pero en otros uno va deduciendo ciertos hechos a través de los cuales se conectan distintos momentos de la vida del personaje principal llamado Travis: su infancia su educación, su relación con los demás, etc Como toda buena película, “París, Texas” mantiene una relación activo/pasiva con el espectador: no le entrega todo servido, pero tampoco se lo oculta al punto de la abstracción.
Ahora bien, podría hablarles de muchísimas escenas, hermosas tomas o sutiles gestos y muecas con que los personajes comunicaban a cada rato, pero eso sería descortés. Si han visto la película saben a qué me refiero. Si la desconocen, no sé qué están esperando. Bueno no, terminen de leer y después vayan.
Habiendo aclarado esto, el punto fuerte de este largometraje son los actores y la astucia del director, Wim Wenders (que conocía por la hipnótica película “El cielo sobre Berlín”) que permite al elenco trabajar y exprimir sus personajes, al punto que ellos ya no son lo que está escrito en un pedazo de papel, son algo más grande. Mucho más grande.
¿Cómo logra Wenders esto? Fácil, deja que justamente los actores actúen, valga la redundancia, y no que la cámara los reemplace ¿Cómo? Planos fijos, con leves movimientos de cámara. Sin entrar en grandes tecnicismos, digamos que Wim pone la cámara en algún lugar del escenario donde ambos personajes se vean y deja que la situación se desenvuelva. Es por esto, que con muy pocos planos, la última media hora de la película es fantástica. La cámara es un lujoso observador, un fiel testigo de lo que allí sucede, al punto que podemos calmar en abundancia la incertidumbre de lo que hemos estado viendo desde la primer secuencia, cuando los títulos asomaban.
Y qué decir de ese “final” (sí, con comillas, guiño, guiño) Una maravilla. La película concluye y junto con una música tan íntima (que por momentos, tristemente resulta un poco cansina) uno se queda ensimismado, terminando de cerrar aquella historia tan auténtica que nos han contado… El placer es mío, Travis.
Cine del bueno.
Habiendo dicho todo esto me despido de mi primer artículo. Seguramente no con creces, que la práctica misma irá puliendo. Nos estamos viendo, querido lector. O, en este caso, nos estamos leyendo. Que es casi lo mismo.