La última vez fue distinto. Cuando regresó, las estrellas parecían haber perdido su brillo. Le resultaba raro: acababa de verlas, frente a frente ¿Cómo podía ser? Estaba malinterpretando las cosas. Una cena caliente y una buena charla lo haría volver a su realidad. Tal vez solo extrañaba estar en su casa, con su esposa y su hijo. El cosmos podía esperar un rato: no se iba a mover de ahí.
El aterrizaje fue algo movido. A pesar de tener millones en presupuesto, los ingenieros aun no disponían de la tecnología suficiente para aliviar la naturaleza de la gravedad. Era un aspecto que no iba a resolverse pronto. Mientras tanto, los viajes al espacio eran posibles. Y no solo eso: habían llegado a ser disfrutables. Los astronautas, debidamente entrenados y mentalizados (la vastedad puede ser deprimente e inconmensurable) realizaban viajes trimestrales en busca de nuevos elementos, ecosistemas olvidados en otros planetas, algún rastro de vida inteligente… Los años pasaban y seguíamos estando solos. Es como es. Capaz que tiene su explicación. O en realidad es que solo es y debe ser así: las complejidades vienen desde otra parte.
El aterrizaje fue algo movido. Los astronautas vibraron en sus asientos y uno de ellos vomitó.
-¿Estás bien?- exclamó Lucas, el capitán.
Y mientras el vómito del casco se succionaba y se limpiaba (los ingenieros ya habían resuelto muchos problemas) Juan se limitó a decir:
-Estoy bien-
Los otros, Max y el viejo Roque, seguían allí vibrando y en silencio…
Hasta que el trasbordador se detuvo.
Mientras todos iban saliendo de la cámara, Roque se dio la vuelta y notó que Max todavía tenía puesto los cinturones.
-¿Estás cómodo?-
Max miraba por una pequeña ventana circular: aquella que hace un rato le había mostrado galaxias infinitas ahora apuntaba hacia el asfalto agrietado de una pista de aterrizaje, en pleno mediodía. Un cambio grande y enfermizo.
-Che, pendejo- Roque estaba apurado, capaz que tenía que ver a alguna de sus tantas amantes, tal vez es que su vejiga estaba a punto de explotar.
-Estoy bien, ahí salgo-
Roque ya conocía esa respuesta de Max: era algo que venía pasando en los últimos viajes. Pero ellos no eran amigos, solo muy buenos compañeros de trabajo. Así que Roque se dio la vuelta, agarró su casco y, antes de salir, apenas susurró:
-Nos vemos en Saturno-
Max, en aquella cámara silenciosa y apenas iluminada, se desabrochó los cinturones. Destrabó el mecanismo de vacío de su casco, lo levantó y respiró el aire de la tierra. Mientras apagaba los sistemas de la nave, Max volvió a pensar en su esposa y su hijo. Estaba seguro de que no estarían afuera. Las últimas veces nadie lo esperaba en la terminal. Tal vez en casa ella estaría bañándose con el niño. Seguramente dormirían la siesta. Él llegaría y recalentaría algo en el microondas para comer. Odiaba aterrizar a esta hora. Al menos en las noches podía permitirse quedarse en la cocina, ahí sentado, dejándose llevar en la oscuridad de un lugar que nada le pedía ni nada necesitaba de su persona. Pero con la luz del sol todo está a la vista. No podía concentrarse en nada, ni mucho menos pasar el tiempo allí. Se terminaría sintiendo inservible. Pronto daría una vuelta por las habitaciones, viendo qué cosas había que arreglar, revisando las cuentas, rogando que el alquiler no hubiese subido. Sacaría la basura y tal vez se sentaría en el sillón a ver algún partido. Los dejaría dormir hasta la tarde y en ese momento se acercaría al cuarto, fantaseando que ellos lo recibieran al él…
Max deja el casco y sale de la cámara. La puerta electrónica se cierra a sus espaldas. Se ha dado cuenta que ha imaginado a la perfección su tarde de hoy, un martes cualquiera.
Al atardecer Max se asoma en la habitación. Los diálogos aburren y entorpecen. Se saludan. Ella le pregunta cómo le fue. Max explica que más de lo mismo: otro planeta vacío de la Vía Láctea; un campo de meteoritos que hizo desviarlos un poco; la actualización de un satélite ruso; una explosión solar que les desactivó el radar durante un cuarto del viaje…
Pero ella ya está en el baño, arreglándose el pelo. Max se apoya en el marco de la puerta. Mira su rostro en el reflejo del espejo: seria, algo ojerosa, le habla pero no lo mira. Max le pregunta por su día. Las respuestas son las de siempre, un resumen de que todo bien. Ambos bajan hacia la cocina mientras el niño todavía sigue dormitando.
En la mesada, Max mira hacia aquel patio interno donde la luz del sol ya casi no llega, donde el atardecer violáceo y su espacio sideral está oculto por una pared de hormigón desgastada y húmeda del edificio de enfrente. Ya no miramos al cielo. Max tampoco lo hace y está acostumbrado. Su forma de conocerlo es estando en él, recorrerlo, en un lugar donde no existe el día y la noche, solo oscuridad y el brillo de todas las estrellas posibles…
Max gira y ve a su esposa tomando un té. El vapor le pega en la cara, en sus ojos recién marcados con delineador, en sus mejillas apenas coloradas. Busca sus ojos, pero no los encuentra. Aquella mirada ya no le pertenece. Tal vez en su afán de buscar en el más allá, Max se ha perdido de lo que tiene más acá. No puede entender cómo la distancia es mayor en su cocina que en una constelación. Las palabras viajan a través de años luz, pero no salen de su garganta. Puede tocar el polvo de cuerpos astrales, pero no los brazos de ella…
Hasta que finalmente sucede.
Los pies de Max levitan por el espacio y se adelantan. Llega hasta la silla y se sienta, arrimándose a ella. Su olfato es malo, pero Max puede sentir el aroma del té. Con sus manos le toma el brazo. Los átomos de su piel entran en contacto con la suave piel de su mujer, que tiembla, tiembla apenas en un suspiro… Y lo mira. Hay una leve ventisca en el ambiente. Sus ojos por fin se han encontrado. Pero ella no lo entiende. No hace falta que le diga nada, porque los diálogos entorpecen. No hay palabras que abarquen tanto. Necesitarían mucho tiempo y eso es precisamente lo que no tienen ahora. Nuestras complejidades son distintas a las constelaciones: el espacio que poseemos es limitado, el tiempo es mortal. No podemos darnos el lujo de esperar una lenta transformación, una reconstrucción a partir del polvo de millones de años. La naturaleza humana es algo que ni siquiera el cosmos puede entender. Somos pocos y estamos como podemos. Aunque viajemos muy lejos, aunque queramos perdernos…
Max aprieta apenas el brazo de su esposa: lo suficiente para sentirla un poco más. Ella deja la taza y también lo agarra. Entre tanto infinito, la realidad. Max respira el aire de la tierra. Acá está. Acerca sus labios a los de ella. El nacimiento de una nueva galaxia. La plenitud en el encuentro. Los ojos de ambos dicen mucho más que unos mensajes desde la distancia. Hay lágrimas que se contienen en los párpados. Las venas llevan la sangre necesaria para procesar el momento. Todo está dicho, a pesar del silencio…
El niño se asoma a la cocina. Contempla la figura de sus padres, acurrucados en la oscuridad de un atardecer no visto pero presenciado. Está maravillado y se ríe. Ambos lo miran. Max se levanta: se siente ligero, cree haber destruido a la gravedad. Pero se recompone. Los tiempos difíciles siempre volverán, serán aquel agujero negro dispuesto a tomar todo lo creado y arrebatarlo en un soplo. Pero él es astronauta, y sabe a la perfección que hay cosas que es mejor no enfrentar, sino darles el lugar para observarlas y entenderlas. Se acerca al niño y lo alza.
Pronto comienza un nuevo viaje, donde Max es esta vez el trasbordador y el niño es aquel astronauta viajando en el espacio infinito de la cocina, atravesando todas las constelaciones desde la imaginación y, con los años, desde su certeza. Su madre, sentada y con una hermosa sonrisa, es el sol de una galaxia unida, aunque las canas aparezcan y el tiempo, efímero, deje todo en esta palabra, en este último punto seguido, a la espera de un nuevo y excitante próximo párrafo.